Los gavilanes no comparten nada/ Ernest Hemingway
Nosotros pasamos el verano en España, donde empecé
una novela, y terminé el borrador al volver a París, en setiembre. Scott y
Zelda fueron al Cap d’Antibes, y cuando lo volví a ver en otoño en París, él
estaba muy cambiado. La Riviera no había servido para liberarlo del alcohol, y
ahora andaba borracho todo el día. Le importaba un carajo que los demás
estuvieran trabajando, y se nos aparecía en el 113 de la rue
Notre-Dame-des-Champs, borracho, a cualquier hora del día o de la noche. Se
había acostumbrado a tratar con mucha grosería a sus inferiores o a cualquier
persona que él considerara como inferior.
En ese
momento nadie podía darle mucha importancia a ese tipo de comentario. No era
más que el secreto de Zelda, y lo compartió conmigo, como un gavilán que
comparte algo con un hombre. Pero los gavilanes no comparten nada. Scott no
escribió nada más que valiera la pena hasta que a ella la encerraron en un
manicomio, y él supo que lo de su mujer era locura.
Una vez llegó a la serrería
con su hija, porque el ama inglesa tenía el día libre y él tenia que cuidar a
la niña. Cuando empezaban a subir la escalera la niña le pidió para ir al
retrete. Scott empezó a desvestirla ahí mismo, y entonces el propietario, que
vivía en la planta baja, se asomó y le dijo:
-Señor, hay una cabinet
de toilette frente a usted, a la izquierda de la escalera.
-Sí, y allí lo voy a meter a
usted de cabeza, si sigue chillando -le dijo Scott.
Durante todo aquel otoño fue
muy difícil aguantarlo, aunque en los ratos en que no estaba borracho logró
empezar una novela. Las pocas veces que lo vi sobrio me trataba con simpatía y
bromeaba, y a veces incluso bromeaba sobre sí mismo. Pero cuando se
emborrachaba iba casi siempre a buscarme a mí y me estropeabas el trabajo casi
con tanto placer como el que sentía Zelda al estropearle el suyo. La cosa duró
años, pero también es cierto que durante esos años no tuve ningún amigo tan
leal como Scott cuando no estaba borracho.
En aquel otoño de 1925, le
dolió que yo no lo dejara leer el primer manuscrito de mi novela, The
Sun Also Rises. Le expliqué que tenía que revisarla y volver a escribirla
porque la intención de la obra todavía no quedaba clara, y que prefería no
hablar de ella ni que nadie la viera. Me fui con mi mujer a Schruns, en el
Vorarlberg de Austria, apenas empezó a nevar.
Allí volví a redactar la
primera mitad del manuscrito, y si no recuerdo mal la terminé en enero. Me la
llevé a Nueva York y se la entregué a Max Perkins, de la editorial Scribner’s,
y volví a Schruns para terminar de revisar el libro y hacerle todas las
correcciones y supresiones que necesitaba. Scott leyó el manuscrito definitivo
después que yo se lo mandé a Scribner’s, a fines de abril. Me acuerdo que
bromeamos sobre la cosa, y que él estaba preocupado y con ganas de ayudarme,
como le pasaba cada vez que yo terminaba algo. Pero yo no quería que me ayudara
mientras todavía tenía el libro a medio hacer.
Mientras nosotros estábamos en
el Vorarlberg y yo terminaba mi novela, Scott también se fue a una estación
balnearia del bajo Pirineo. Zelda había estado enferma, con la conocida
irritación intestinal que provoca el abuso del champán, y que en aquel tiempo
recibía el diagnóstico de colitis. Ahora Scott no se emborrachaba y empezaba a
trabajar en serio, y quería que en junio fuéramos a reunimos con ellos en San
Juan de Pie de Puerto[2]. Zelda ya se
había curado, y se sentían felices, y la novela marchaba bien. Scott estaba
cobrando los derechos de una adaptación teatral del Great Gatsby que tenía
mucho éxito y además un productor iba a comprarla para el cine, lo que le
permitía trabajar sin ningún apuro. Zelda era una muchacha extraordinaria, y
todo iba a funcionar como un modelo de disciplina.
En mayo me quedé solo en
Madrid para seguir trabajando, y a la vuelta hice el recorrido en tren de
Bayona hasta San Juan en tercera y muerto de hambre, porque me había equivocado
estúpidamente al hacer las cuentas y se me acabó la plata, y después de
Hendaya, al entrar en Francia, no pude comer nada. El chalet que nos habían
alquilado estaba muy bien, y Scott tenía una casa muy hermosa no muy lejos, y
me alegró mucho reunirme con mi mujer que cuidaba muy bien el chalet, y me
alegró mucho reunirme con los amigos, y el único aperitivo de antes del
almuerzo estaba muy bueno, y bebimos varios más. Aquella noche nos dieron una
pequeña fiesta íntima de bienvenida en el Casino donde nos reunimos con los
MacLeish, los Murphy y los Fitzgerald. Nadie bebió ninguna bebida más fuerte
que el champán, y todo el mundo estuba muy alegre, y evidentemente era el lugar
ideal para escribir. Íbamos a disponer de todo lo que un hombre necesita para
escribir, excepto de soledad.
Zelda estaba hermosísima y muy
cordial, y su bronceado tenía una tonalidad encantadora, lo mismo que el oro
oscuro de su pelo. Sus ojos de gavilán estaban claros y serenos. Sentí que las
cosas andaban bien y que al final todo iba a arreglarse, y entonces ella se
inclinó hacia mí y, con mucha reserva, me comunicó su gran secreto:
-Decime, Ernest, ¿vos no
pensás que Al Jolson es más grande que Jesús?
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