La gran bestia pop

Así como las mejores expresiones de la historieta han sido calificadas de “literatura dibujada”, la obra cinematográfica de Quentin Tarantino merece la categoría de “literatura audiovisual”

por Andrés Castañon y Sergio Varela


Desde el nacimiento y florecimiento del séptimo arte, a principios del Siglo XX, han sido numerosos los vasos comunicantes entre cine y literatura. Obras de teatro, novelas y cuentos fueron adaptados a la pantalla grande con éxito, y multiplicaron en espectadores sus lectores originales. En la frontera del siglo pasado con el nuevo milenio, esa relación fluida invirtió el orden de los factores: la producción de algunos cineastas originales y personalísimos, como Pedro Almoddóvar, Tim Burton, l@s herman@s Wachowski y muy especialmente Quentin Tarantino, permitió ingresar en una era donde el cine se transformó en un nuevo género de relato comparable con la letra de molde.

Tarantino se caracteriza por salirse de los moldes, pero, a la manera de los buenos músicos de jazz, deconstruye las formas a partir de un conocimiento profundo de ellas. Después de haber estudiado actuación, su formación proviene de su experiencia como empleado en un video club, viendo y recomendando películas de todos los géneros y observando las preferencias de la clientela. Por eso suele decir “yo no estudié en una escuela de cine, yo estudié EN el cine”.

Su primera película, Perros de la calle, filmada con bajo presupuesto de manera independiente, logró atraer a grandes actores como Harvey Keitel, Steve Buscemi y Tim Roth, y logra referir un asalto a un banco que transcurre fuera de la historia que se cuenta en pantalla: la trastienda de ese robo. Pero la que quizás sea su primera obra cumbre llega en 1994, cuando resume la cultura pop, la literatura de acción, el comic y diferentes influencias en un guión extraordinario llamado Pulp Fiction (algo así como “literatura barata”, que fue traducido como “Tiempos violentos”). Una trama “circular” en que la peripecia de los personajes atraviesa diferentes situaciones extraordinarias hasta volver al principio de la acción. A la inversa de la fórmula de Alfred Hitchcock, el gran maestro inglés del suspenso, que reflejaba “personajes ordinarios en situaciones extraordinarias”, Tarantino muestra personajes extraordinarios en situaciones ordinarias. Así, en un cine que interpela el criterio de “normalidad” en la conducta humana, abunda en detalles cotidianos en los que sus desquiciados personajes parecen ser espiados en la insípida rutina de un empleado-bancario-de-10-a-15 acomodando su previsible portafolios en el asiento del acompañante de un Volkswagen Gol gris. 

En la saga Kill Bill, ofrece un homenaje al cine de kung fu, y a la serie televisiva homónima de los ´70 (no es casualidad que su coprotagonista haya sido David Carradine, el mismo actor que interpretó a Kwain Chang Caine, el monje shaolín que tras evitar provocaciones con paciencia budista la emprendía a golpees y patadas a lo Bruce Lee –creador de la serie, finalmente relegado del protagónico- para amedrentar patotas de cowboys en el far west). A la manera de una tragedia griega, o su versión pop estadounidense, el western, Kill Bill relata una historia de venganza, en la que abundan virajes al dibujo animado en las escenas más sanguinolientas (que no son pocas).

También incursionó en el cine bélico, a través de Bastardos sin Gloria, una nueva historia de revancha, donde troca los términos del holocausto con un comando especial de agentes judíos, dedicado a asesinar nazis. Se da el gusto aquí de tergiversar la Historia en favor de la ficción, mostrando una muerte de Hitler en medio de una proyección cinematográfica, acaso una metáfora del arte como elemento de resistencia y refracción al odio y el autoritarismo. 

Pero no todo es entretenimiento vertiginoso en el cine de Tarantino. También hay lugar, entre hamburguesas, locales de fast food, rutas polvorientas, estaciones de servicio, moteles y carteles de neón, para profundas reflexiones. En Del crepúculo al amanecer, codirigida con Robert Rodríguez (el autor de la versión original de El Mariachi), actúa como cómplice de George Clooney, en un dúo de megaladrones de banco que se llevan un fabuloso botín hasta un surrealista bar mexicano donde transcurre una historia de vampiros. En la huida, toman de rehenes a un pastor evangélico (Harvey Keitel) y su hija (la siempre provocativa Juliette Lewis). Al entrar al bar, el portero increpa a Clooney, aunque finalmente logran entrar. Una vez en el local, Clooney bebe tequilas de un trago, completamente alterado por ese altercado menor. En ese momento, el pastor Harvey Keitel le dice una frase digna de Jean Paul Sartre: “Escúcheme: usted ha robado impunemente dos millones de dólares, ha atravesado varias fronteras interestatales y la frontera internacional con México. ¿Y lo trastorna lo que le dijo el portero de un bar? ¿Puede ser tan perdedor que no se da cuenta de cuándo ganó?"


Tarantino merece ser leído con fruición frente a una pantalla, y demuestra que la única “literatura barata” es aquella que se puede leer a través de un préstamo gratuito de libros en la Biblioteca, donde también hay una amplia gama de expresiones del comic y la literatura policial y de acción que ameritan ser indagados como aproximación a lecturas más complejas.


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