El cadáver imposible/José Pablo Feinmann
Señor Editor:
Soy un hombre que vive apartado, lejos. Y lejos no sólo del
deslumbrante mundo de las letras,
con sus príncipes
y cortesanos, sino
también, lejos, apartado,
del
mundo en general.
Y cuando uno
dice algo así, digamos:
el mundo
en general, usted
sabe a qué
se refiere: se refiere a la
gente, señor Editor, a los demás.
Bien,
de ellos, de
sus penurias y
vehemencias, es que vivo apartado.
Se diría, así,
que los extraordinarios acontecimientos que
me propongo narrarle
en esta carta hubieran debido ocurrirle a cualquier
otro hombre que no fuera yo. Sin embargo, me ocurrieron a mí.
Y si he
escrito una frase
que, presumo, habrá
herido su sensible
olfato literario; si
he escrito, señor
Editor, extraordinarios
acontecimientos,
ha sido porque
los acontecimientos fueron
así: extra-ordinarios.
Tal como lo es, y se me perdonará esta jactancia,
la carta que usted sostiene ahora entre sus manos.
Pese a mi
lejanía, pese a
mi condición de
hombre apartado, una noticiaestimulante
ha llegado hasta mí:
su sello editorial prepara una antología de cuentos
policiales argentinos. Bravo,
señor Editor. Sé,
también, que ha
convocado para esta
empresa a una
serie de escritores
que acostumbran a
ofrecer ingenio y calidad
literaria.
Sin embargo, ¿por qué demorar en decirlo?, tengo una certeza:
mis colegas (si se me
permite llamarlos así)
nutrirán su antología
con sucesos ingeniosos,
malabares lingüísticos, parajes
exóticos, barrios –conjeturo- chinos y uno que otro cadáver.
Pero nadie, señor Editor ninguno
de ellos le
ofrecerá tanta san-
gre,
tantos crímenes, tantas
mutilaciones, en resumen: tantos muertos como yo. De modo que
junte coraje, continúe leyendo
y entréguese a
la exaltación
del horror.
No soy el protagonista de esta historia, pero soy su más
privilegiado testigo. Y,
en cuanto tal,
seré su narrador.
El narrador de esta historia,
nada menos.
Se preguntará usted, entonces, ¿qué historia es
ésta?
Se lo diré: es la historia de una seducción.
Escribo para mentirle, para
deslumbrarlo, para seducirlo.
He aquí mi programa
literario: quiero estar
en su prestigiosa antología y no ahorraré una sola
gota de sangre para lograrlo. Comienzo,
por consiguiente, el
vertiginoso relato de los crímenes que cautivarán su conciencia.
Ella se
llamará Ana. Un nombre, lo sé, breve. Pero necesariamente breve, señor Editor.
Porque ella será, a través de
todo este relato,
la pequeña Ana. Y pequeña
es, diría, una palabra casi larga. Ella se llamará, entonces, brevemente
Ana, para que
podamos decirle la pequeña Ana sin excedernos, sin incurrir
en desmesura alguna, en
este sentido, al
menos, ya que,
en otros, abundarán en este relato
las desmesuras, señor Editor, la primera
de las cuales
reclama ya su
narración.
En los orígenes de Ana, de la pequeña Ana, está el horror
más profundo y el más profundo de los impactos
(me resisto a
escribir traumas) psicológicos. Necesitamos
una gran escena
inicial desquiciadora.
Ana debe ver algo que marque para siempre sus días.
Será así: verá fornicar
(palabra fuerte, bíblica
y precisa, señor Editor) a su madre con un desconocido.
¿Dónde?
Pongamos un lugar: sobre la mesa de la cocina. La
pequeña Ana (tiene
aquí, en esta
primera gran escena
desquiciadora, nueve años) se levanta de su cama pues

fugaz
de la mujer
que ahora fornica
salvajemente en la
cocina. Ana camina
lenta y silenciosamente hasta aquí.
Hasta la cocina, ¿no? Y observa entonces la dantesca visión.
(Subrayo algunos adjetivos
cuya obviedad quizá hiera su
paladar literario, pero que prometo suprimir en la versión definitiva, cuando
usted me autorice a escribir el relato para su publicación.)
(primeras páginas de “El cadáver imposible”, de José Pablo
Feinmann, DISPONIBLE EN LA BIBLIOTECA)
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